No pocas veces las decisiones judiciales suelen ser “justificadas” con el manido recurso del “criterio de conciencia” o la consabida “discrecionalidad judicial”. Ésta, sin embargo, no es una caja de Pandora; no hace a un Juez todopoderoso, ni lo dota de una capacidad para convertir a lo blanco en negro, y a lo cuadrado en redondo. Lamentablemente, su concepción y uso han venido pervirtiéndose, al paso de resoluciones absurdas que fungen de “razonables”.
Según el DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA[1], la palabra “discrecionalidad” alude a la calidad de discrecional, o sea, a aquello que se hace libre y prudencialmente.
La prudencia consiste, a su vez, en distinguir lo que es bueno de lo que es malo, para seguirlo o para huir de ello; implica moderación, discernimiento, buen juicio[2]. La discrecionalidad supone moverse en el terreno de lo razonable y es opuesta a la arbitrariedad, es decir, a un proceder contrario a la justicia, la razón o las leyes, dictado solo por la voluntad o el capricho[3].
Los jueces gozan de un margen discrecional para tomar sus decisiones, pero esa discrecionalidad o potestad de elegir una entre varias alternativas, o de decidir en base a la única solución legítima al conflicto, no debe ser ejercida de manera arbitraria.
La razonabilidad es el criterio demarcatorio de la discrecionalidad frente a la arbitrariedad[4]. Y como la motivación es el vehículo por el cual el juez manifiesta la razonabilidad de su decisión, ella debe reflejar su raciocinio y la justificación del resultado. El juez debe decidir dentro de los límites en los que puede motivar; no aquello sobre lo que no puede dar razones[5]. ARCOS coincide con esta posición, cuando resalta que la clave para hablar de ausencia de arbitrariedad es el concepto de razón o –con cita a FERNÁNDEZ- el de motivación.
“Dada una motivación, una razón de la elección –explica-, esa razón debe ser plausible, congruente con los derechos de los que necesariamente ha de partirse, sostenible en la realidad de las cosas y susceptible de ser comprendida por los ciudadanos, aunque no sea compartida por todos ellos”[6]. El asunto es: ¿cuándo la discrecionalidad judicial sobrepasa la frontera de lo razonable para convertirse en un proceder arbitrario? o, mejor, ¿cuándo podemos sostener que estamos en presencia de una solución irrazonable?
Una decisión judicial es irrazonable, en términos amplios, cuando no respeta los principios de la lógica formal; contiene apreciaciones dogmáticas o proposiciones sin ninguna conexión con el caso; no es clara respecto a qué decide, por qué decide y contra quién decide; no se funda en los hechos expuestos, en las pruebas aportadas, así como en las normas o los principios jurídicos; y, en general, cuando contiene errores de juicio o de procedimiento que cambian los parámetros y el resultado de la decisión.
El concepto que acabamos de pergeñar debe ser cotejado necesariamente con el caso concreto, a fin de concluir si el resultado del mismo es o no arbitrario. Y es que, cuando se utiliza el criterio de la razonabilidad como indicador de la discrecionalidad o la arbitrariedad de un acto jurisdiccional, debe repararse en su naturaleza de concepto jurídico indeterminado, la cual responde a un contexto tempo – espacial que se enmarca en el propio proceso donde se evalúa el petitorio y su causa[7]. El arbitrio – como anota DWORKIN- es como el centro de un anillo, no existe más que como un campo abierto rodeado por un cinturón circundante de limitaciones.
El primer límite que debe observar el Juez está constituido por las peticiones y los hechos alegados por las partes. No tendría objeto que las partes expongan lo conveniente a su derecho, que cada una contradiga las alegaciones de su contraria y ofrezca pruebas para acreditar sus afirmaciones, si el Juez prescinde de todo ello y, traspasando la aduana de la controversia, decide sobre la base de hechos no expuestos o pretensiones no deducidas en el proceso. Las resoluciones judiciales, por tanto, deben proferirse de acuerdo con el sentido y alcance de las peticiones formuladas por las partes, para que exista identidad jurídica entre lo que se resuelve y lo pretendido[8], y no pierda sentido toda la etapa de postulación y pruebas que sirvió de antesala a la sentencia.
Otra limitación – tal vez la más importante- viene dada por la racionalidad de la decisión, como filtro para evitar decisiones absurdas.
Una de las técnicas argumentativas más importantes[9] tiene que ver con el argumento por reducción al absurdo, a través del cual se conduce a quien niega la verdad de la tesis cierta, a consecuencias ilógicas e inconvenientes. Es principio de la lógica formal (tercio excluido) que entre dos proposiciones de las cuales, una niega y la otra afirma, una de ellas es verdadera si se ha reconocido o demostrado que la otra es falsa; no siendo posible que exista una tercera alternativa[10]. A través del argumento por reducción al absurdo, precisamente, lo que se busca es demostrar la falsedad de una proposición, desnudando que ella posee elementos incompatibles o contradictorios que derivan en un razonamiento incorrecto y, por tanto, la eliminan, dejando como única solución a la tesis cierta, de la cual el contrario postulaba su falsedad.
“Lo absurdo -explica el profesor LUJÁN TÚPEZ[11]- es aquello que viola las leyes lógicas quebrantando el principio de no-contradicción, pues establece la existencia de un fenómeno y su contradictorio en idéntico tiempo y lugar, como el clásico ejemplo del “círculo cuadrado” que objetaron los escolásticos”. En efecto, como el círculo es una figura geométrica cuyo centro equidista de cualquier punto de su perímetro, resulta incompatible con la figura geométrica del cuadrado, cuya distancia del centro hacía uno de sus lados es menor que la del centro hacia una de sus aristas. Un círculo y un cuadrado, por tanto, no pueden existir en un mismo tiempo y lugar.
Para explicar mejor el absurdo vamos a seguir al profesor trujillano antes citado, y señalar que todo significado[12] se encuentra formado por notas características que se agrupan en su género próximo y en su diferencia específica. En el concepto “hombre”, por ejemplo, el género próximo es “animal”, porque le identifica con otras especies vivas del género animado. La diferencia específica es “racional” (vinculamos este concepto al de libertad), porque es un atributo propio y exclusivo de los seres humanos. El género próximo se encuentra, a su vez, formado por varias notas características o conceptos que identifican a la categoría “animal”, que son: vivo – corpóreo – sensible. Estas notas identifican a todo animal, y si además agregamos el término racional, habremos formado el significado: persona. Si al definir un signo (Vg. persona), en relación con un determinado significante (Vg. persona violada) se incluye entre sus características un concepto contradictorio o incompatible con los que le son propios (Vg. muerta) incurrimos en un absurdo. Por este motivo, no es posible la comisión del delito de violación contra un muerto. Y si a alguien se le ocurre sostener esta tesis, incurriría en un absurdo. Sólo los vivos pueden ser violados; tesis que subsiste por eliminación de su opuesta.
Del mismo modo, no cabe revocar una resolución remitiéndose a sus propios fundamentos, pues ellos sustentan la decisión que precisamente se revoca[13]; declarar que la construcción en terreno ajeno se hizo de buena fe; y, a la vez, ordenar la demolición de lo construido[14]. Por el lado de los justiciables (en este caso es una carga procesal), no es posible –desde el punto de vista de la lógica- alegar el ejercicio del derecho de retención en una demanda de reivindicación, pretender la inconstitucionalidad de un contrato – ley, etc[15].
Si, como señala ADOMEIT: “[…] de lo falso, de lo contradictorio, es posible deducir lo que se quiera”[16], para los Jueces querer no es poder. No pueden declarar la sinrazón de una pretensión sobre la base de “círculos cuadrados” o razones contradictorias. Éstas, al igual que las aparentes, no pertenecen al mundo jurídico; son como los caminos de Alicia en el País de las Maravillas: llevan a cualquier sitio a donde el Juzgador que incurra en tales vicios quiera llegar.
El proceso no es un cuento, no es parte de la ficción; evidencia un conflicto, un drama, que no se soluciona con expresiones dogmáticas, ni con una retahíla de citas legales que fungen de motivación jurídica, pese a que no aparecen relacionadas con el fallo. En estos casos la resolución es nula, porque un poder sin razón no es discrecional, sino arbitrario; porque un poder irracional (el que viola principios lógicos) no es más que un acto salvaje; en tanto, si el hombre es un “animal racional” y lo absurdo supone una manifiesta irracionalidad, prescindir de la lógica equivale a negar nuestra propia ontología.
NOTAS:
[1] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la lengua española, T. I, Madrid, Espasa Calpe, 21ª Edic., 1992, p. 759.
[2] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la lengua española, T. II, p. 1685.
[3] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la lengua española, T.I, p. 180. Véase también: ARCOS RAMÍREZ, Federico. La seguridad jurídica. Una teoría formal, Madrid, Dykinson, 2000, pp. 54 – 55; CHAMORRO BERNAL, Francisco. La tutela judicial efectiva, Barcelona, J.M. Bosch, 1994, p. 207.
[4] Cfr. IGARTUA SALAVERRÍA, Juan. Discrecionalidad técnica, motivación y control jurisdiccional, Civitas, Madrid, 1998, pp. 41- 42.
[5] Cfr. COLOMER HERNÁNDEZ, Ignacio. La motivación de las sentencias: sus exigencias constitucionales y legales, Valencia, Tirant lo Blanch, 2003, pp. 159 – 161.
[6] ARCOS RAMÍREZ, Federico. La seguridad jurídica. Una teoría formal, p. 62.
[7] Cfr. ATIENZA, Manuel. Para una razonable definición de “razonable”, En: Doxa N° 4 – 1987, http://cervantesvirtual.com/portal/DOXA/cuadernos.shtml, pp. 189 -190.
[8] CAS N° 1428-1999-TACNA. En: Diario Oficial El Peruano, Lima, 18 de diciembre de 1999, p. 4330.
[9] En torno a las técnicas argumentativas, véase ampliamente: WESTON, Anthony. Las claves de la argumentación [Trad. Jorge Malem Seña], Barcelona, Ariel, 1ra. Edic, 3ra. reimpresión, 1998.
[10] Cfr. IBERICO, Mariano. Principios de lógica jurídica, pp. 378 -379.
[11] LUJAN TÚPEZ, Manuel. La argumentación. En: “Razonamiento jurídico: Interpretación, argumentación y motivación de las resoluciones judiciales”. Libro en prensa, en autoría con el autor del presente ensayo y José Luis Castillo Alva.
[12] Manuel Luján distingue al signo, al significado y al significante. El primero –señala- es la expresión simbólica sensible que es capaz de ser percibida por cualquiera de los sentidos exteriores o de todos ellos a la vez; por ejemplo, la palabra gato es el signo del felino doméstico; un movimiento de cabeza es signo de asentimiento o negación; la vestimenta completamente negra es signo de duelo, etc. El significado es la definición del signo y debe poseer al menos el género próximo y la diferencia específica; por ejemplo, si se tratara del “hombre” diríamos que el género próximo es “animal”, en tanto esa nota característica del hombre le vincula con los demás de su especie, es decir, con todos los entes animados o bien capaces de sentir y reaccionar frente a las sensaciones. A su vez, la diferencia específica estaría representada por la “racionalidad”, ya que ella es la nota que lo diferencia con los demás animales. Por último, el significante es la realidad misma que genera el conocimiento. De tal modo que, si estuviéramos conociendo un árbol, el significante sería el árbol sembrado en el camino circundante o en el campo; y, si fuera la “Gioconda” el fenómeno conocido, el significante, sería el cuadro de Leonardo Da Vinci ubicado en el museo de Louvre.
[13] CAS N° 1240-2002-ICA. En: Diario Oficial El Peruano, Lima, 03 de febrero de 2003, p. 9992 – 9993.
[15] Sobre la violación al principio lógico de no contradicción véase: ZAVALETA RODRÍGUEZ, Róger. Ser y no ser...he ahí el absurdo: motivación defectuosa por violación al principio lógico de no contradicción”. En: “Diálogo con la Jurisprudencia, N° 28, Gaceta Jurídica, Lima, 2001, pp. 65 – 76.
[16] ADOMEIT, Klaus. Introducción a la teoría del derecho, [Trad. Enrique Bacigalupo], Madrid, Civitas, 1984, p. 74.
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La discrecionalidad judicial... querer no es poderRoger E. Zavaleta Rodríguez (*)
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